15 de julio de 2010

knock knock, quién es, la muerte.

La distancia entre ella y yo medía lo que una cama de dos plazas. Ella yacía en el suelo, dándole la espalda a la ventana y se aferraba fuertemente a los edredones como si fueran anclas, las arañaba con sus pinzas carmín y, por momentos, recostaba la cabeza en su brazo tan solo para levantarla de nuevo con un gesto aún más aterrador y dejando huellas de sus dientes en los restantes colores vivos que encontraba en su muñeca. El dolor parecía interminable, y sin embargo yo me encontraba a unos metros de ella, en la misma habitación, de pie al lado de un hombre que en ese momento pensaba conocer bien. Yo la miraba con detenimiento, impávida y no me preguntaba a mí misma qué hacía, porque se supone que aquello estaba más que claro. Más que evidente el intento de suicidio de una desconocida que gemía de dolor al ver que su ansioso resultado tardaba en llegar, y yo...dejándola morir. El hombre de mi lado vestía terno y me parece haber reconocido en él a algún familiar, igual de impasible que yo, como si nuestra presencia en ese instante se debiera a una obligación legal, como si fuera necesario ser testigo de algo que debiera fluir naturalmente para luego nosotros poder narrarlo. La mujer se retorcía de dolor pero en ningún momento reparó en gritar o pedirnos ayuda, ni siquiera en mirarnos, era como si el dolor la estuviera cegando progresivamente. Llevábamos ahí casi veinte minutos y de mi rostro empezaron a brotar lágrimas, sentí un temblor en las piernas y un mareo pavoroso que me sacudió y no dudó en tirarme abajo. El intento de volver a pararme fue en vano, me había torcido el tobillo y además el mareo se había incrementado. Una sensación de impotencia me retenía casi inmóvil, y pensé que todo había sido producto de la impresión, de la fuerte escena de la que habíamos sido "testigos". De pronto, un dolor en el abdomen hizo que me contraiga y cuando he girado la cabeza para pedir ayuda al hombre de terno me di cuenta que detrás de mí no había sino una ventana. No entendía qué ocurría en la habitación, por qué el aire comenzaba a hacerse denso, tan denso que parecía irrespirable...intenté formar un hoyo con mis brazos para poder aspirar lo poco que parecía quedar de oxígeno en el cuarto, pero difícilmente pude mover los brazos. Cuando viré hacia abajo entendí todo. Mi brazo derecho lucía como un alambre incrustado en mi barriga y al desprenderlo lo vi tornarse de distintos colores, blanco, morado, pero nada más terrible que el rojo de la sangre que caía de él. El carmín de mis uñas lucía totalmente vivo en comparación con ese color que poco a poco notaba más opaco, mientras el dolor crecía y todo alrededor iba convirtiéndose en una visión extraña e iba perdiendo sentido. Con suerte pude hacer reposar mi brazo sobre la cama, recosté mi cabeza sobre él y en el instante en que vi mi ropa bañada de sangre comprendí que la pistola que yacía a unos centímetros de mí había sido mi cómplice. La respiración era completamente entrecortada, podía pasar un minuto sin siquiera poder inhalar y sin mantener la mirada fija en un punto, mientras que el dolor desaparecía en esos precisos instantes, y en lo más profundo de mi subconsciente iba calando la idea de que pronto todo surtiría el efecto que esperé. La poca fuerza que me quedaba antes de rendirme la empleé para levantar la cabeza y darme cuenta de que a unos pasos de mí, cerca a la puerta de entrada estaba yo, con una ropa gris y de pie al lado de mi hermano, contemplando mi propia muerte, mi propio suicidio. Yo, evidentemente, no podía emitir palabra alguna, y tampoco lo habría hecho, el insondable dolor solo me permitía distinguir algunas sombras y ojos, mis oídos ya habían claudicado y adormecidos solo repetían el eco de lo que yo creía que eran mis gritos; el aire helado me envolvía como si fuera la misma sábana blanca de la cama, hasta que mis pupilas terminaron por petrificarse y por fin pude mirar a un solo punto fijo, en el techo.

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